CULTURA

Es una de las películas del año. También la que más incómodo te hará sentir

“Si quieres entender una sociedad, echa un vistazo a las drogas que usa”, dijo una vez el comediante Bill Hicks. “Cafeína de lunes a viernes para hacerte un miembro productivo de la sociedad y alcohol para mantenerte demasiado estúpido como para averiguar la prisión en la que vives”.

La cita viene al caso porque de todo eso hay en The Square. Empezando por la voluntad de observación social, y siguiendo por el resto de elementos recogidos en la frase. Café. Alcohol. Y el arte como droga o placebo. Y el estatus como droga o placebo. Y el share como droga o placebo. Y hombres ‘productivos’. Y peripecias estúpidas. Y también prisiones. Marcos mentales que aprietan. Compartimentos sociales que nos protegen y nos alejan del resto.

En la que es ya su quinta película, el sueco Ruben Östlund se coloca en el centro de todo eso —y de algunas cosas más que iremos explicando— con una metáfora sencilla. Un cuadrado. Ese ‘The Square’ que da título al filme.

Pinta cuatro líneas rectas en medio de una plaza pública. ¿Qué tienes? Acabas de dibujar una frontera. Con ese simple gesto delimitador del espacio has obrado un pequeño milagro simbólico: la clausura de lo exterior sobre sí mismo. Pero la frontera de Östlund no busca disuadir, sino obligar. No busca excluir, sino acercar. Porque Öslung propone el cuadrado como la demarcación de una nueva realidad moral.

“The Square es un santuario de confianza y cuidados. Dentro de sus límites, todos compartimos ciertos derechos y obligaciones”.

Ese es el eslogan, el mantra idealista que acompaña a The Square. Ese es el concepto-elefante que delimita la discusión que pretende alumbrar el filme.

 

Un film con poso de experimento social

En la película, que se acaba de coronar como la gran tirunfadora de la 30 edición de los premios de la Academia de Cine Europeo, The Square es una instalación artística que desconcierta por su sencillez: se trata de un cuadrado de luz instalado en el suelo de una plaza pública. La instalación es la última apuesta de Christian, el comisario artístico del X-Royal Museum. La película gira a su alrededor, y sucede a su alrededor.

Christian es un tipo egocéntrico, apuesto y que goza de reconocimiento. Pero Christian no es un tipo brillante, más bien un vendehumos brillante, un papanatas con encanto.

Nuestro hombre se tiene por ciudadano modelo, progresista, concienciado —conduce un coche eléctrico, apoya causas humanitarias, ese tipo de cosas—, pero sus acciones durante el filme, y su manera de responder a los efectos que estas desencadenan, le van dejando en evidencia. Su suficiencia, su civismo, su falsa seguridad en sí mismo se va resquebrajando para dejar a la vista su torpeza social, su egomanía burguesa, sus contradicciones y sus privilegios.

Para dar un poco de contexto te diremos que la película despega con un incidente casi banal. Christian se ve involucrado en una escena callejera que resulta ser algo muy distinto a lo que parece ser. Él cree haber ayudado a una mujer en peligro, una mujer acosada por un hombre violento, hasta que descubre que en el fragor del momento le han robado la cartera. Y el móvil. Y hasta los gemelos (o eso cree él).

Su intervención heróica resulta ser un atraco bien orquestado entre tres compinches. “Alguien abusando de tu voluntad de ayudar. Una manera muy civilizada de ser incivilizado”, dice Östlund.

Al verse timado, Christian decide actuar. No te vamos a decir qué estrategia usa para tratar de recuperar sus cosas, para no spoilear, pero sí que implica un viaje poco sensible al extrarradio —una constante en las películas de Öslund, la aprensión burguesa a la periferia, a esas “jaurías” de las que hablaba Canetti en su estudio de las masas— y que su acción acaba desencadenando una serie de efectos que ponen su mundo del revés.

No te vamos a contar más de la trama, pero sí te vamos a contar más cosas. Porque tan interesante como lo que sucede en la pantalla son las premisas de las que parte el filme.

Lo primero que hay que explicar es que The Square, el cuadrado, existe más allá de The Square, la película. El film surge a partir de un experimento social que Öslund y un amigo idearon hace un par de años en la localidad sueca de Värnamo. Como en la película, The Square es una instalación artística. Y esa instalación tiene su inspiración en un triángulo de eventos que son sintomas de cambios en nuestra manera de relacionarnos con el otro.

El germen de toda esta historia se remonta a la época en la que Östlund estaba trabajando en el guión de Play. Leyendo los archivos policiales de los robos que inspiraron aquella película, al director le llamó la atención una cosa: aquellas situaciones se produjeron en un centro comercial plagado de gente y los chavales que estaban siendo asediados nunca pidieron ayuda a los adultos allí presentes.

Östlund habló con su padre de aquellos casos. “Me contó que cuando él tenía 6 años, allá por los años 50, sus padres solían ponerle una etiqueta alrededor del cuello con la dirección de la casa y luego le mandaban a jugar a las calles de Estocolmo. En aquel tiempo, mirabas a los otros adultos como alguien que iba a ayudar a tu hijo si este se veía en peligro. Hoy miras a los otros adultos como amenazas potenciales”.

“Cuendo estaba lidiando con esto, también se empezaron a construir las primeras comunidades cerradas en Suecia”, cuenta el director. “Una comunidad vallada es una forma muy agresiva de decir: ‘No nos responsabilizamos de lo que suceda fuera de aquí’. En ese contexto, yo y Kalle Boman tuvimos esta idea de crear un lugar simbólico que nos recordara nuestra responsabilidad en común”.

The Square, la instalación, representa un espacio en el que cada persona comparte la responsabilidad de ayudar y cuidar al otro.

Quien entra en ese espacio reclamando auxilio debe recibir la ayuda de los que estén cerca en ese momento.

Esa es la idea.

 

De la calle a la gran pantalla, manteniendo el espíritu

Dos años más tarde, El Cuadrado es el corazón conceptual de The Square. “Un lugar simbólico que aspira al cambio del contrato social”, en palabras del director.

El Cuadrado también es su intento de romper con el llamado ‘Efecto Espectador’, el fenómeno psicológico por el cual es menos probable que intervengamos en una situación de emergencia cuando hay más personas a nuestro alrededor.

Esa idea queda perfectamente reflejada en una de las escenas más brutales que nos ha dejado el cine en 2017. Un momento, por cierto, inspirado en GG Allin.

Un artista de performance imita a un gorila entre las mesas de una cena de gala. Todo sucede en una sala egregia abarrotada con gente del arte y lustrosos representantes de la sociedad sueca. Lo que empieza como una provocación, pronto adquiere el aspecto de algo mucho más grave. La tensión al final de la escena —el vídeo que sigue no muestra ese momento— es casi insoportable.

Desde los textos promocionales se vendió The Square como una sátira del mundo del arte. Y sí, hay de eso. Öslund se ríe a gusto de la impostura del arte moderno que se parapeta tras la retórica críptica, lanza guiños a la estética relacional de Bourriaud y hace chistes —demasiado fáciles, hay que decirlo— a costa de George Dickie y su teoría institucional del arte, sin llegar a mentarlo. Pero detrás del decorado museístico hay muchas otras reflexiones.

A grandes rasgos, The Square es una radiografía del desastre social que pisamos en forma de comedia trágica, o de tragedia cómica, siempre muy “a la sueca”.

No esperes una narrativa lineal, porque no la hay.

En vez de eso, vas a encontrar una sucesión de escenas que funcionan como pequeños experimentos éticos que hacen zoom sobre aspectos particulares de nuestros comportamientos sociales.

Östlund discute sobre la crisis del principio de confianza, sobre la autoindulgencia, sobre las nociones de integridad y comunidad, sobre la naturalidad con la que aceptamos —y justificamos— la desigualdad, sobre la distancia entre lo que somos y lo que creemos ser, entre nuestros altos ideales y nuestras instintos más básicos. Y lo hace de una manera que despierta risas entrecortadas.

Entre medias nos habla de sexo y relaciones (un condón usado nos regala una de las escenas más hilarantes), del reverso nocivo de la gran filantropía, de masculinidades en crisis y miedo al extranjero. También de ese sensacionalismo informativo que supedita cualquier tipo de ética a la viralidad y al Dios Analytics (la campaña orquestada en The Square por dos millennials cartoonescos para promocionar la nueva obra del museo es de traca), de los límites del humor involuntario y de esa dictadura de la corrección política que es pura normativización de la autocensura y que tantos réditos le esta dando a esa nueva derecha que pregona el libertarismo cultural. Esa corrección política que, al abrazarla, nos lleva al “totalitarismo” de lo burgués, como decía aquí Darío Adanti.

¿Demasiadas ideas para un filme que además entretiene?

The Square es algo así como El discreto encanto de la burguesía a la manera Öslund. Es como cruzar la comedia del absurdo a base de gags de su compatriota Roy Andersson —rebajando el factor estrambótico— con las teorías sociales de M. Scott Peck, los miedos burgueses de los personajes Haneke y Viridiana por lo que respecta a su tratamiento no sentimentalista de la pobreza. Es una sucesión de escenas que ponen sal en la herida, humor en la tragedia, y que nos colocan frente al más cabrón de los espejos. Porque esas risas que provoca son, muchas veces, un reir con boca ancha de nuestra propia tontería; la fría e incómoda constatación de lo ridículos que somos. Y de lo indefensos que estamos ante los otros.

¿Cuántas películas recientes recuerdas que consigan algo así?

Pues eso, una de las películas del año.

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Publicado por
Berta Gomez

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