“¿Pero puedes salvarme?

 ¡Venga, ven y sálvame!”

Aimee Mann

Según la encuesta ‘El Futuro es Ahora’ impulsada por PlayGround en colaboración con La Universidad y Business School ESIC, el 86% de los jóvenes cree que deben ser los gobiernos los que tienen que tomar la iniciativa frente a la crisis climática. No creen que la ciudadanía, con sus buenas intenciones a la hora de reciclar o cambiar sus hábitos de consumo, ni tampoco la mano invisible del mercado (esto es, empresas concienciadas con el medio ambiente), puedan solucionar el problema multisistémico del cambio climático. Quieren normas reguladoras por parte del Gobierno. Y las quieren ya. Como si de un ludópata incapaz de controlar sus adicciones se tratara, la juventud ve en el sistema capitalista una máquina de consumismo voraz y desbocada que no podrá tener la autoconciencia necesaria para detener a tiempo la catástrofe. Tenemos tan sólo diez años para no incrementar los 1,5 grados de calentamiento global, y el dicho de Frederic Jameson (ése que reza “Somos capaces de imaginar antes nuestra extinción que no el fin del capitalismo”) se hace más profético que nunca para ellos.

En 2018 el gobierno francés incrementó la Ecotasa al carbono, un impuesto sobre el consumo de gasolina y de diésel que tenía el propósito de que el país apostase firmemente por la transición ecológica. Craso error. Pronto las calles de París se llenaron de chalecos amarillos y estallaría una revuelta ciudadana sin precedentes en la capital desde la revolución francesa. En las noticias vimos coches arder en los Campos Elíseos, escaparates de Vuitton reventados y una ola de indignación virulenta que acabó propagándose, en menor medida, a países como Bélgica, Alemania, Italia o España. En sus palabras: “¡Prefieren salvar a los osos polares que no la economía de millones de personas que no pueden llegar a fin de mes!”.

Es lo que muchos medios oportunistas vinieron a llamar “Ecofascismo”. O lo que ellos catalogan como una suerte de antihumanismo perpetrado por el proyecto político de los partidos políticos con agenda ecologista. Pero no todo es histeria sin fundamento. Según Pentti Linkola, un ornitólogo y ecologista finlandés, el ideal de sociedad para luchar contra la crisis medioambiental es una dictadura totalitaria, gobernada por una élite intelectual, donde la mayor parte de la población tuviese el nivel de vida de la Edad Media y el consumo estuviese limitado solamente a recursos renovables. Linkola fue considerado un gurú del ecofascismo de ética ambientalista y sus ideas resuenan más que nunca en los tiempos actuales. ¿Se puede ser, pues, demasiado ecologista?

Tal como dice Helene Landermore, una de las mayores especialistas en Open Democracy en el mundo, cuando los ciudadanos se sienten representados, aunque sea a través de un grupo reducido de personas, decisiones tan polémicas como poner una ecotasa al consumo de gasolina podrían ser aprobadas, y no reprobadas, por la sociedad en su conjunto.

El fascismo es una forma de gobierno de carácter totalitario que se caracteriza por querer eliminar cualquier tipo de disenso. Su funcionamiento social, principalmente, se sustentaría en una rígida disciplina y un apego total a las cadenas de mando. El sistema ideal, según muchos, para poder paliar problemáticas tan complejas como la medioambiental. Ante la incertidumbre, rigidez y mando. No vaya a ser que entremos en caos y la sociedad acabe siendo una bestia ingobernable. Pero la historia de los chalecos amarillos en Francia debería servirnos de lección. Al contrario de la política china, una forma de gobierno que antepone la armonía de la comunidad a las libertades democráticas del individuo, nuestra sociedad occidental jamás acataría el autoritarismo de un sistema político como el chino o el propugnado por Pentti Linkola. Un reto como el del cambio climático no estaría demandando menos democracia, sino lo contrario: mucha más.

La última ciencia en democracia abierta nos dice que, cuando seleccionas a un grupo lo suficientemente diverso y representativo, la ciudadanía acata con mayor diligencia las decisiones de dicho grupo. Para ello se debería hacer un sorteo entre toda la ciudadanía, seleccionar a personas que representen toda la variedad del espectro social (género, raza, estatus económico, inclinación política, diversidad cognitiva) y hacerles pasar por una serie de procesos deliberativos hasta llegar a la mejor solución. Tal como dice Helene Landermore, una de las mayores especialistas en Open Democracy en el mundo, cuando los ciudadanos se sienten representados, aunque sea a través de un grupo reducido de personas, decisiones tan polémicas como poner una ecotasa al consumo de gasolina podrían ser aprobadas, y no reprobadas, por la sociedad en su conjunto. El problema, entonces, sería de representatividad. Sin ir más lejos, el 85% de los jóvenes en España, según la encuesta el ‘Futuro es Ahora’, no se siente representado por ningún partido político. Una situación que nos aboca a la pregunta inevitable: ¿nuestra democracia actual está capacitada para la lucha climática?

En la escena final de Magnolia, la película dirigida por Paul Thomas Anderson, Claudia, una chica con serios problemas emocionales, sonríe por primera vez a cámara. Su padre, un presentador de televisión llamado Jimmy Gator, abusaba de ella cuando era pequeña y ahora, en consecuencia, es adicta a todo tipo de sustancias: coca, speed, alcohol… cualquier tipo de colocón que le haga olvidar por momentos el rostro televisivo de su padre.

Jim, un policía de aspecto afable y bonachón, irrumpe un día en su casa debido a una denuncia de una vecina. En ese momento, y como por arte de magia, Jim se enamora de Claudia. Los dos intentan acercarse el uno al otro, pero la inestabilidad emocional de ella hace imposible la relación. En esa última escena, tras una lluvia de ranas sobre el paisaje de asfalto de Los Ángeles (en clara alusión al libro Éxodo 8,2 de La Biblia), Jim se reencuentra con Claudia y, sentados en la cama de ella, le dice: “Eres una buena y hermosa persona, y no dejaré que huyas de mí.” De fondo suena la canción Save Me de Aimee Mann, que contesta a Jim, de forma herida y cantada, a modo de monólogo interior de Claudia: “¿Pero puedes salvarme?/ ¡Venga, ven y sálvame!”.

Todo terapeuta lo dirá: el terapeuta no cura, el paciente es el que se cura a sí mismo. Para curarte has de querer curarte, dicen. De lo contrario nunca pasarás de la enfermedad a la curación. La sonrisa de Claudia en la escena final de Magnolia nos dice eso: “Tú me salvarás porque yo quiero salvarme.”. Jimmy, el policía bonachón, podrá hacer lo posible por convencerla, tal como embaucarla (forzarla, si cabe), pero si Claudia no da el primer paso y decide cambiar nunca dejará de ser una adicta a todo tipo de estupefacientes.

Eso es lo que la juventud española demanda de su gobierno: que salve a la sociedad, pero a través de ella misma. De una democracia mucho más abierta y plural. De lo contrario, nuestras adicciones acabarán por devorarnos a nosotros mismos.

Sigue en Spotify el podcast basado en la encuesta ‘El futuro es ahora’ que quiere dar voz a la juventud de este país. 

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Publicado por
Berta Gomez

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